ANALISIS

TINTA ROJA/ El derecho parcial no es derecho

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Hace un flaco servicio a la nación todo aquel que aproveche la función de juez para congraciarse con los detentadores del poder, pues el control que estaría llamado a ejercer terminaría siendo nulo, inoperante y alejado del sentido de justicia que, de manera ideal, en el deber ser, hemos querido como sociedad.

Por: Nassir Rodríguez Almánzar 

Dice Antonio-Carlos Pereira Menaut en Doce Tesis sobre la Política que “la política, aunque sea altruista, persigue sus metas con criterios partidistas que no todos los afectados comparten, ni es posible que compartan al cien por ciento. El derecho, aunque pueda no tener la misma altura de miras, necesariamente ha de impartirse con imparcialidad, o dejará de ser derecho” (2008: p. 47). Es decir, los medios y las herramientas que se suelen utilizar en el mundo de la política no son los mismos a los que debe recurrir el juzgador al momento de buscar la solución a un conflicto, pues sus acciones están restringidas al imperio de la norma que, excepcionalmente, puede ser mirada de soslayo para favorecer principios de equidad y justicia que la ley no puede alcanzar.

Por ello, el juez, conociendo sus funciones –tomando en cuenta que todo en el entramado social es político– nunca debe olvidar que, a pesar de su conocimiento privado de las cosas, de sus alternativas y sus propias inclinaciones personales, es un tercero imparcial, sin que las deudas o favores puedan significarle obstáculo alguno al momento de impartir justicia, porque el derecho, frente a la política, representa un freno, un control, una limitación al poder.

En ese sentido, la imparcialidad de los jueces, como principio de naturaleza constitucional, cobra el peso necesario para imponerse ante cualquier tipo de situación que fuere llevada a los tribunales. No importa la bandera política o sectores de poder que hayan llevado a una persona a ostentar el cargo de juez, su deber está con el ordenamiento jurídico, a través de un uso equilibrado y razonable de la norma. Y no es casualidad que la Carta Magna de nuestra nación establezca en su artículo 69.2 que toda persona tiene “el derecho a ser oída, dentro de un plazo razonable y por una jurisdicción competente, independiente e imparcial”. Por lógica necesaria, los jueces, al oír las pretensiones de las partes enfrentadas en cualquier tipo de litigio, deben ser independientes e imparciales.

En cuanto a la independencia como concepto vinculado a la justicia, es imprescindible acudir a la doctrina de la separación de los poderes. Desde Montesquieu, con su obra Del Espíritu de las Leyes –inspirado en las simientes de Platón y Aristóteles– hasta nuestros días, se ha establecido que los poderes del Estado son independientes y que entre ellos debe existir una especie de control y contrapeso (el llamado checks and balances) para el buen desenvolvimiento de la actividad estatal, por lo que, en consecuencia, los jueces –en representación del Poder Judicial– deben ejercer sus funciones sin temor a represalias de los otros poderes del Estado o, más allá de ello, sin temores y compromisos hacia fuentes extraoficiales de poder.

Y eso, irremediablemente, lleva a que los jueces, gozando de esa independencia, puedan ejercer de manera imparcial la función por la que fueron llamados. Poco importa que un juez haya sido designado por acuerdos políticos, que haya sido colocado en su función gracias a relaciones primarias con alguien que ostente el poder o que mueva los hilos detrás del escenario. El agradecimiento no debe pasar de un fiel cumplimiento de los cánones constitucionales; no debe pasar de la verdadera búsqueda del ideal de justicia; no debe pasar del respeto a los derechos fundamentales como límite infranqueable; no debe pasar del verdadero control al poder, ya sea político o extra-político.

Los jueces no eligen bandos, sino que deciden de manera imparcial sobre la base de las argumentaciones probadas frente a ellos, olvidando sus intereses personales, su íntima convicción y el nombre de quien los colocó donde están, porque el derecho que es parcial es cualquier cosa, menos derecho.

Para elegir bandos está el ejercicio de la política partidaria; para elegir bandos está la lucha por el alcance del poder; para elegir bandos están las elecciones; para elegir bandos está el preferir a un candidato frente a otros. La democracia es así y la política, enmarcada en ese sistema, se ejerce así.

Pero el derecho es otra cosa. Los jueces no eligen bandos, sino que deciden de manera imparcial sobre la base de las argumentaciones probadas frente a ellos, olvidando sus intereses personales, su íntima convicción y el nombre de quien los colocó donde están, porque el derecho que es parcial es cualquier cosa, menos derecho.

Hace un flaco servicio a la nación todo aquel que aproveche la función de juez para congraciarse con los detentadores del poder, pues el control que estaría llamado a ejercer terminaría siendo nulo, inoperante y alejado del sentido de justicia que, de manera ideal, en el deber ser, hemos querido como sociedad, tal como dijo Hans Kelsen en su obra ¿Qué es la Justicia?:  “Aspirar a la justicia es el aspirar eterno a la felicidad de los seres humanos: al no encontrarla como individuo aislado, el hombre busca la felicidad en lo societario”. Y si no tenemos eso: ¿Dónde iremos a parar? ¿Quién controlará a quienes nos dirigen? ¿Cuál será el equilibrio social?

Por tanto, más allá de los intereses, el juez no puede agradecer sacrificando su independencia e imparcialidad: su fidelidad es a la justicia, al derecho.

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